Navegábamos en nuestra lancha río arriba. Dos bidones llenos de combustible, dos neveras (una para la comida, importante, y otra para la bebida, esencial), cañas de pescar y cuatro amigos componíamos el contenido. Los cielos más embriagadores que he tenido el placer de disfrutar nos prometían un espléndido día de navegación.
Nuestro único objetivo (que realmente no era tal) era alejarnos lo más posible de toda civilización. Los ríos del cono sur americano aún ofrecen esta posibilidad. Así que en ésas pasamos el día, mojando millas, riendo, bebiendo, parando en los remansos, incursionando en brazos tranquilos…
Al caer la tarde, atracamos en un recodo donde nos dispusimos a pasar la noche. Mientras me bañaba en la orilla, con cuidado de no atraer a las pirañas, una nube de mosquitos decidió darse un atracón de libaciones, sin respetar siquiera mis más tiernas partes. Vamos, lo que se espera de estas comuniones con la naturaleza.
Tras el fuego de rigor y la cena, el whisky (que por cierto, en su voz gaélica significa "agua de vida") y el tabaco acompañaron de buen grado la charla.
Pero a medida que avanzaba la noche, el silencio se iba imponiendo, porque lo que queríamos era precisamente escuchar ese silencio. Un sonido vacío que te empapaba hasta lo más hondo y un cielo negro que te iba haciendo suyo en toda su inmensidad.
Y ahí fue donde lo noté. Quise hacer como que no, achacarlo a la incipiente embriaguez, al aturdimiento de unos sentidos que poco valor tenían en aquel terreno vasto y oscuro. Estaba con mis amigos, seres con los que a lo largo del tiempo había compartido mucho. Junto a ellos había reído, llorado, comido, bebido, follado. Pensé en mis otros amigos lejanos, la familia, los amores. Pero nada.
Supe que todos y cada uno de nosotros estamos simplemente solos.
Suena la corriente: "Love will tear us apart" - Joy Division