Hay discos que por las razones que sean, tanto relacionadas con la propia obra en sí, como por las circunstancias particulares de quien la escucha, se convierten en referencia ineludible.
Tengo muchos dentro de esa consideración. Bueno, tal vez no tantos, pero para mí son tan grandes, que su propio peso les hace imprescindibles.
A finales de los ochenta compré uno de ellos. Un doble LP, sí, sí, de los de antes, hecho con ese glorioso material que ya parece pertenecer a una época pre-contemporánea. Hace no mucho tiempo, el hijo pequeño de unos amigos salió escopetado para contarle a su padre que en el salón de la casa donde estaban de visita había descubierto unos discos muy raros, gigantes y negros.
En efecto, aquellas cuatro lustrosas caras de vinilo contenían surcos por los que sangraba un sonido apabullante, rock y ruido hermanado directamente con las escenas más excitantes de la época en Nueva York, de la no-wave a los estertores del punk, y que fue precursor de muchas cosas que sucedieron en la década siguiente.
Los señoritos Ranaldo, Moore y Gordon (ay, ella) se habían colado con su Daydream Nation en el mejor stand de mi habitación. Donde están mis elegidos. Los míos. Siguiendo una falta de lógica y un criterio tan subjetivo como yo mismo.
No dudo que un músico imagina las distintas coyunturas en que un oyente saborea su obra. Follando, riendo, bebiendo, llorando, corriendo, vagueando, bailando, saltando, gritando, conduciendo, trabajando,…
Pero dudo que Sonic Youth imaginaran a un pringao de cuarenta años paladeando su vigilia mientras plancha las camisas y pantalones que componen el gris vestuario que le da de comer.
Eso sí, para cuando me puse a limpiar el baño, Daydream Nation había terminado.
Suena la corriente: "Daydream nation" - Sonic Youth