Habíamos instaurado la tradición del whisky de castigo. El último, el que ya casi no entra, el que tumba. Pero también el que dispara lenguas, agota conversaciones y acerca el alba. En el salón de la casa que mi hermano compartía con amigos en pleno Chamberí.
Antes apurábamos las copas oficiales en un garito con música. Más nubes que música, más vidrio que luz. (...)