Tal vez sea la tendencia natural a amar lo oscuro, lo que
corre al filo de la navaja, lo que emocionalmente nos atrapa aunque nuestras
circunstancias queden muy lejos de lo descrito, de lo cantado, de lo contado. O
tal vez sea que un artista es capaz de sacar lo más agónico de su ser en
momentos de deriva sentimental, emocional o vital. (...)
Pero los discos que nacen en tiempos particularmente
extraños, tiempos en que uno no sabe hacia dónde tirar, o al menos sabe que
quiere cortar con todo lo anterior, lo bueno y lo malo, lo recordado y lo
ignorado, lo amado y lo odiado, suelen ser obras mayúsculas. No hablamos de
tabarra existencial compartida con todos por un creador. Hablamos de caminos
angostos que han de ser transitados en solitario pero ante los que uno necesita
plasmar esos pasos dubitativos en canciones. Y si ya otros apreciamos esas
canciones, las compartimos y las sentimos, la comunión creada es digna de crédito.
Solemos llegar a los cantores por edad, por influencias
familiares, por gustos que aún están por hacerse y asentarse. Y yo llegué a Neil Young por lo primero, en ausencia de cualquier hermano o primo mayor que
pudiera dejarnos oír Harvest, como ocurría en las casas de muchos amigos. Ser
el mayor de toda una generación tiene estas desventajas. El camino te lo tienes
que ir marcando tú solo, ya que no hay guía establecida, aunque fuera únicamente
para hacerle frente y tirar en dirección contraria. Llegué a Young con Rust
never sleeps, en una época, 1979, en que los airados gruñidos del punk
acompañaban esa ansia adolescente de ser malo y diferente. Llegué a Young
cuando él mismo declaraba aquello de prefiero tocar con los Clash que con
Croby, Stills & Nash. Provocación verbal que simplemente confirmaba un estado
perenne de inconformismo. Ni siquiera sé si la frase es verídica, pero así se oía,
así la creía y así se aceptaba. Un tipo que fue respetado incluso por aquéllos
que trataban de derribar gran parte de lo anteriormente vivido, siquiera simbólicamente.
Porque lo anterior no daba más de sí y había caído en la complacencia más
absoluta. Pero Young seguía siendo esa mosca cojonera. Y por ello no se
escuchaban diatribas contra él. Un tipo que luego sería abrazado como máximo tótem,
sin él sentirse como tal, por otros chicos airados durante los 90.
Y Rust never sleeps tenía esas dosis de falta de
complacencia que entonces se exigían. La desesperación y rugido eran punk. Sin
duda. Incluso en su primera parte acústica. A partir de allí, no había más que
ir hacia atrás, con la emoción que deja en el recién llegado ir descubriendo historias
pasadas.
Y si es absolutamente imposible destacar cual es el mejor
disco de un hombre que los tiene a puñados, sí recuerdo cuando llegué a Tonight’s
the night. Aquellas canciones sí tenían la ausencia de caminos marcados que
muchos sentíamos. Había las claves necesarias para entender parte de lo que se
estaba cantando y gritando.
I'm not goin' back to Woodstock for a while
though I long to hear that lonesome hippie smile
I'm a million miles away from that helicopter day
No, I don't believe I'll be goin' back that way
Y hablaba de drogas, de amigos caídos, de Bruce Berry sin
poder volver a cantar, de Danny Whitten bajándose al centro para pillar, de
querer estar solo, de no ser una estrella, de no tener las cosas claras, de
tomar prestadas melodías de los Stones por estar tirado en un sofá, de ojos y
almas cansados, de haber tratado de hacerlo lo mejor posible, y no haberlo
conseguido.
Y sonaba a piano y armónica, a blues y desesperación, a
country y vals a ciegas, a agudos inalcanzables y riffs stonianos, a
desasosiego y belleza caída.
No sé si yo entendía algo a mi edad.
Pero lo intuía.
Esta semana está siendo casi tan grande como la de Bilbao (Aste Nagusia). No se si atacarle del tirón en la playa o esperar a que esté completa para que los playeros se la paseen de una atacada.
ResponderEliminarEnhorabuena monstruo vaya prosa
Manolo Granpa
Se agradece, Granpa, pero más se le agradece al viejo Shakey, la culpa es toda de él!
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