Me gusta recordarle así. Un diciembre de hace nueve años, yendo al Antzokia a ver a una vieja lumbrera,
Alan Vega, que había distorsionado en su tiempo los caminos más angostos del rock’n’roll junto a su compañero
Martin Rev en los discos de
Suicide. Sus dos primeros trabajos, en plena explosión punk, sangraban igual que muchos coetáneos, pero por senderos más obtusos.
No albergábamos muchas esperanzas, pero tampoco podemos decir que fuera un mal concierto. Vega estaba mayorcito, pero seguía teniendo ese dardo envenenado, si bien ahora con piel de abuelo bastante acartonado. En una de éstas, Alan Vega se paseó entre el público mientras cantaba o gritaba, quién sabe, y cuando nos miró directamente a los ojos, Javi y yo nos miramos a la vez, y no pudimos por menos que descojonarnos. (...)