Que un lunes por la mañana tengas que revisar decenas de veces un texto para descubrir esas faltas de ortografía que siempre suelen escaparse, y que vez tras vez descubras una nueva, puede significar dos cosas: que es un lunes demasiado lunes, muy, muy lunes, o que el cuerpo y la mente aún andan en proceso de reconstrucción después de un fin de semana de una intensidad eléctrica desproporcionada respecto al resto de días. Y en este caso, ambas posibilidades coinciden.
Hablábamos el miércoles del efecto comunitario que tiene la música a raíz de la presentación de la fiesta de Aniversario de La Ruta Norteamericana. Y ese efecto fue el que hizo que evidentemente el acto fuera una auténtica fiesta, de esas que serán recordadas, superando en vuelo rasante la neblina del alcohol y la resaca. (...)
Una fiesta sobre la que revoloteaba Fernando Navarro, un tipo que consigue que todo, la música, el rock escrito, la amistad hagan que esto merezca más la pena de lo que parece. Una fiesta con un maestro de ceremonias como Ángel Carmona, capaz de agarrase a una guitarra acústica para dar la señal de salida; la suerte del destino en la mano de Manolo Fernández, el depositario soñado de la raíz de la música americana; y un epílogo brutal con Eduardo Chinaski Izquierdo a los platos, causante mayor de que esa neblina etílica adquiriera proporciones de tormenta.
Una fiesta sobre la que revoloteaba Fernando Navarro, un tipo que consigue que todo, la música, el rock escrito, la amistad hagan que esto merezca más la pena de lo que parece. Una fiesta con un maestro de ceremonias como Ángel Carmona, capaz de agarrase a una guitarra acústica para dar la señal de salida; la suerte del destino en la mano de Manolo Fernández, el depositario soñado de la raíz de la música americana; y un epílogo brutal con Eduardo Chinaski Izquierdo a los platos, causante mayor de que esa neblina etílica adquiriera proporciones de tormenta.
Una fiesta que tuvo su prólogo en las cercanías de El Sol, en una Fnac a sala llena (da gusto ver gente hasta en los laterales de pie con toda la platea ocupada), donde Esteban Hernández y Javier Colis flanqueaban a Luis Boullosa presentando El puño y la letra. Creación literaria y rock & roll underground, nuevo pildorazo editado por 66 rpm Edicions, ese rara avis empeñado en prestigiar el rock escrito con calidad que dirige el imprescindible Alfred Crespo.
Y una fiesta que, como no podía ser de otra manera, tuvo en los músicos que subieron al escenario su raíz y razón de ser.
Unos The Low Willows que debutaban en su ciudad presentando su primer disco, y lo hacían seguros, sabiendo que hay mimbres porque hay canciones y actitud, plenas ambas de electricidad, de esas guitarras arrastradas que tango gustan por aquí, viajando del country a Kansas a través de las montañas de dios, con el hipnotismo estático y turbador de la voz de Lindy, entre la inocencia y el desgarro, y los paseos gozosos por el tradicional Wayfarin’ stranger que han hecho suyo y un Love sick del Padre Dylan que les encajó simplemente porque lo tienen.
Un Coppel que es hoy por hoy la mejor representación de la tradición del juglar que tenemos por aquí, el que canturrea por los caminos Ver a un amigo llorar de Jacques Brel, el que rezuma la socarrona ironía del fan capaz de marcar las distancias en el Blues hablado sobre el mayor fan de Bob Dylan del mundo, el que cuenta cuentos musicados con planteamiento, nudo y desenlace en Iñigo Coppel viaja a la Edad Media y acaba salvando su vida con el rock’n’roll, el que te saca una sonrisa en Que hubieran estudiado alternada con un pellizco en el alma.
Una fiesta con Los Madison en estado de gracia, ese que demuestran en su último En los Teatros del Canal, con un Txetxu Altube espléndido como cantante y guitarrista, disfrutando sobre el escenario o bajándose entre la gente sin dejar de acariciar o agredir a su instrumento, con una banda de quilates, y capaces de crecer aún más cuando comparten escena con César Pop en Lo que queda y su arrebato hecho estribillo y en el Compás de espera que titulara su anterior disco.
Y como si todo esto fuera poco para una fiesta, la ola final de José Ignacio Lapido, que en la soledad acústica demuestra el poder emocional de unas canciones capaces de alcanzar fibras que consideras ignotas, porque así sientes Cuando el ángel decida volver o la emocionante interpretación de Muy lejos de aquí, el mejor cronista rock que ha dado este país, por trayectoria y canciones, por honestidad y constancia, por ese En el ángulo muerto que encara con Txetxu Altube o esos El más allá o Cuando por fin o La hora de los lamentos ya con todos Los Madison como banda de apoyo, un Lapido que sigue engrandeciendo todo eso que llenó una sala un viernes por la noche.
Fue una fiesta. Y hoy es un lunes muy lunes.
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