Indudablemente, nadie tiene derecho a exigir la vuelta al exceso, a las drogas, al alcohol. Pero era el Joe Cocker que nos deslumbró, que nos fascinó, que nos interesó. No por sus excesos en sí, sino por el halo de salvajismo que desprendía, de animal enjaulado que destrozaba garganta en rugido lleno de alma, de soul, de negritud alocada. (...)
Supongo que mejor, o distinto, le iría a él cuando pasó a ser cantante para aquellos a los que no les interesa la música, o la entienden como mero acompañamiento, o buscan rutina y normalidad, alejados de nubarrones psicológicos y físicos, turbios y sí, otra vez negros. Cocker pasó a cantante de desnudeces sin malicia, de sexo burgués, de oficiales y caballeros, y olvidó la bestia suelta que subió al escenario de Woodstock, o simplemente esa brutal trilogía inicial de su carrera, esos With a little help from my friends, Joe Cocker! y Mad Dogs and Englishmen. Ese directo contundente y desequilibrado, ese inglés como perro loco, rabioso, que bajo la batuta de un yanqui, Leon Russell, hacía honor a su nombre. Y ahí estaba el tejano Bobby Keys. Un destino que se ha llevado en cuestión de días a gente interconectada, Keys, McLagan, Cocker…
Pero, y quién no lo está de la interminable sucesión de despedidas que el rock encara y va a encarar en los próximos meses, años? Somos viejos, y no nos hemos cuidado, precisamente. Eso sí, al final un cáncer de pulmón se los lleva.
Nos visitó no hace mucho en los Sonidos en Rojo.
Nos veremos enseguida, señor, y terminaremos la carta.
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